Me incorporé entre sollozos, apartando las sábanas, buscando un poco de aire y unos brazos que me rodearan y me dijeran: "Todo está bien."
Y los únicos que encontré fueron los mios.
Me incorporé entre sollozos, apartando las sábanas, buscando un poco de aire y unos brazos que me rodearan y me dijeran: "Todo está bien."
Y los únicos que encontré fueron los mios.
Tengo muchas formas de desahogarme, de vaciarme. Escucho o compongo música, bailo o hago ejercicio. Escribo.
A veces suelo hacerlo de una forma un tanto extraña: cogiendo papel y lápiz, poniendo la mente en blanco y dejándome llevar. Tras varios minutos observo lo que hay sobre el papel, y alguna vez me sorprendía.
Ese día me decanté por hacerlo así. Cogí el papel y el lápiz, cerré los ojos y dejé que las emociones fluyeran.
Primero me sentí triste y noté como mis trazados eran tan suaves que se hacían cada vez más invisibles. La tristeza dio paso al enfado, primero, más leve, después, más agresivo, y mi mano apuñaló al papel como nunca antes lo había hecho. Tras de sí llegó la calma. Mi mano se detuvo unos minutos, hasta que sentí que la felicidad estaba intentado hacerse paso entre tanta mala hierba. Primero fueron trazados leves, elegantes, y poco a poco se fueron intensificando más y más, tanto, que parecían reírse bajo la punta de mi lápiz. Yo también sonreía, hasta que me sentí eufórica y mi mano maltrató el papel con carcajadas.
Y llegó la calma.
Era el momento de terminar, el desahogo se había completado a la perfección. Mi mente estaba en blanco y ya no quedaba ninguna emoción. Me sentí aliviada.
Aún tenía los ojos cerrados cuando me paré a pensar en la de trazos que habría sobre el papel y el mal estado en el que se encontraría tras la paliza artística.
Abrí los ojos y la sorpresa me paralizó.
El papel estaba totalmente en blanco.
Me di cuenta de que alguien me estaba observando mientras permanecía con la cabeza perdida entre los brazos. Noté como una mano se posaba sobre mi hombro, me sequé las lágrimas y levanté la vista despacio.
Era la vida.
-¿Qué te ocurre?-me preguntó.
+Que estoy harta de ti. Eres una máquina que sólo sabe fabricar falsas esperanzas.
-¿Qué te he hecho yo?
+Me dices blanco, me enseñas qué es blanco, me convences de que es blanco y cuando soy feliz me dices que es negro. Me cambias los papeles sin importarte si puede ser bueno o malo para mí. Me quitas las ganas de seguir.
-No digas eso, yo no te lo hago.
+Eres tú la culpable de que todo acabe volviendose en mi contra.
-¿Por qué me acusas a mí? Yo soy la que te pone las cartas sobre la mesa, la que te ofrece todas y cada una de las opciones, la que no te obliga a decidir qué hacer o qué camino escoger. Yo propongo tus pasos: propongo tus triunfos y derrotas, tus éxitos y fracasos, tus miedos y tus deseos, pero no te impongo cuál escoger. ¿Y si la culpable de todo eres tú? ¿ Y si eres tú la que decide ser derrotada, la que decide fracasar?
-¡Eso es absurdo! ¿Y cómo se supone que he decidido fracasar y dejarme ser derrotada?
+Tirando la toalla. Dejando de luchar.
Me sorprendí de mi misma, finalmente, saqué el valor necesario para confesar mi autodesgaste emocional, pero lo que más me sorprendió fue ver como la doctora ni se inmutaba tras saber que yo era la culpable de mis propios daños. ¿Acaso lo dedujo desde el principio? ¿Y si trata a personas como yo a diario? Entonces, ¿podría ayudarme a acabar con esto? Fuera lo que fuera, necesitaba respuestas.
+Eres consciente de que te has declarado la causa principal de tu problema, ¿no?
-Si.
+No te oigo, habla más alto.
-He dicho que si.
+Por favor más alto.
-¡SI!
+¡MÁS ALTO JODER!
Desperté en seco en el suelo de mi habitación por culpa de unos gritos que provenían del salón. Asomé la cabeza por la puerta y vi a mi padre jugando con mi hermano pequeño, causa de aquellos gritos que me habían sacado de mi burbuja. Estaba aturdida. No sabía cuanto tiempo había estado allí aislada, pero tampoco quería saberlo.
Volví a mi habitación y cerré la puerta. Encima del escritorio había un cuaderno abierto con algo escrito. Era una nota que me había dejado escrita a mí misma para recordarme algunas cosas. Cerré el cuaderno y me tumbé sobre la cama a pensar en qué cojones acababa de pasar. Realmente me había sentido valiente sacando a la luz todo aquello que guardaba tan fuertemente sellado dentro de mi, pero no. No fui valiente porque no había sacado nada. Volví a engañarme como tantas veces hice para autoconvencerme de que mi problema no era tan grave siendo mi propia psicóloga y acudiendo a mis propias sesiones. Era consciente de que la mayoría de chicas de mi edad no aplicaban esa solución a sus problemas. Incluso yo me habría llamado demente. Pero tenía que aceptarlo, tenía problemas, como todo el mundo. Algunos más graves que otros, pero no podía dejar que me consumieran.
Los gritos de mi padre y mi hermano pequeño cada vez se oían más fuertes. Me escondí entre sábanas mientras el sonido crecía y crecía. Ya no podía aguantarlo más, mis oídos estaban a punto de estallar... Y desperté.
Y me di cuenta de que todo seguía tal y como yo lo dejé.