Tengo muchas formas de desahogarme, de vaciarme. Escucho o compongo música, bailo o hago ejercicio. Escribo.
A veces suelo hacerlo de una forma un tanto extraña: cogiendo papel y lápiz, poniendo la mente en blanco y dejándome llevar. Tras varios minutos observo lo que hay sobre el papel, y alguna vez me sorprendía.
Ese día me decanté por hacerlo así. Cogí el papel y el lápiz, cerré los ojos y dejé que las emociones fluyeran.
Primero me sentí triste y noté como mis trazados eran tan suaves que se hacían cada vez más invisibles. La tristeza dio paso al enfado, primero, más leve, después, más agresivo, y mi mano apuñaló al papel como nunca antes lo había hecho. Tras de sí llegó la calma. Mi mano se detuvo unos minutos, hasta que sentí que la felicidad estaba intentado hacerse paso entre tanta mala hierba. Primero fueron trazados leves, elegantes, y poco a poco se fueron intensificando más y más, tanto, que parecían reírse bajo la punta de mi lápiz. Yo también sonreía, hasta que me sentí eufórica y mi mano maltrató el papel con carcajadas.
Y llegó la calma.
Era el momento de terminar, el desahogo se había completado a la perfección. Mi mente estaba en blanco y ya no quedaba ninguna emoción. Me sentí aliviada.
Aún tenía los ojos cerrados cuando me paré a pensar en la de trazos que habría sobre el papel y el mal estado en el que se encontraría tras la paliza artística.
Abrí los ojos y la sorpresa me paralizó.
El papel estaba totalmente en blanco.
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